Voy a realizar un pequeño ejercicio de observación de aquellos actos cotidianos a los que no presto habitualmente atención:
Me despierto siempre a la misma hora - ha arraigado tanto en mí este hábito que la mayoría de las veces lo hago antes de que suene el despertador, lo cual es absolutamente lamentable -. Tras levantarme de la cama me dirijo al baño donde hago mis necesidades, me ducho, me lavo los dientes, me afeito y me rocío de colonia, masaje y desodorante, siempre, invariablemente, en esta estricta secuencia. Finalizada la rutina del aseo voy a la cocina, me preparo un café, de la marca que siempre he comprado, - no es que me guste más o menos que las otras, es que como ésta ya me gusta para que cambiar- y mientras se prepara el café, me visto, combinando las limitadas piezas de ropa que poseo, siempre observando la misma pauta: primero los calzoncillos, en segundo lugar los calcetines, después la camisa, a continuación los pantalones y al final los zapatos. Después voy a la cocina, donde la cafetera está empezando a hervir y apago el fuego, coloco una taza de la misma leche desnatada de siempre en el microondas y cuando la campanilla me avisa que está caliente, a la temperatura que adquiere durante 45 segundos exactos, que no se cual es, ni nunca me ha importado, le añado el café y me lo tomo sin miedo a quemarme, confiando plenamente en la sabiduría del microondas. Veo las noticias, siempre en el mismo canal, del que ya conozco los presentadores, su estilo, sus caras: sería un fastidio que me los cambiaran. Cuando me termino el café saco a pasear a la perrita, le pongo el arnés con la cadena en el rellano de la escalera mientras espero el ascensor; una vez en la calle sigo invariablemente el mismo recorrido: calles que se han convertido en el único universo conocido de mi perra - supongo que debe pensar, a su modo perruno, que la tierra es plana y pequeña y que más allá de las calles que delimitan su recorrido, los perros u otros animales osados deben caer al abismo -. Una vez paseado el perro, me dirijo caminando a la oficina, aprovechando el recorrido, de unos 4 kilómetros, para hacer ejercicio: paso por las mismas calles cada día, en un recorrido conocido, que optimiza el tiempo - aunque también escogido, hace años ya, por ser un poco más bello que los recorridos alternativos: aquella fachada modernista, aquel café de aromas viejos o aquella iglesia con sus torres góticas, que ahora ya no me emocionan, pues ya no las miro -. Avanzo con la mirada perdida, pensando ya en el trabajo que me espera ese día, sin percatarme de nada de lo que me rodea, personas sin rostro, edificios sin vida - sólo de vez en cuando un hecho aislado me incita: la silueta amenazante de un hombre parado en un portal en sombra, la bicicleta que en el último instante me esquiva, o aquella bocina de coche que pienso que se me va a echar encima y me doy cuenta, un poco avergonzado que no es a mí a quien pita -. Cuando llego al trabajo, antes de subir a la oficina, compro el mismo periódico en el quiosco de siempre, e intercambio las mismas palabras cada día con el quiosquero - hoy hace frío, o calor, o menuda lluvia esta cayendo-; luego me dirijo a la cafetería donde ya conocen mis gustos: al entrar, desde la puerta, levanto el índice y el dedo medio, haciendo la señal de la victoria y el camarero ya sabe que quiero: mi café doble con leche desnatada. A las ocho y media en punto entro en la oficina, coloco mi abrigo y mi boina en el mismo brazo del mismo perchero, me siento en mi butaca y conecto el ordenador y, mientras se conecta, voy al aseo. Han pasado dos horas desde que me he despertado y todavía no he utilizado el cerebro. Al salir a comer voy siempre al mismo restaurante, cómodo por su cercanía, con comida aceptable a un precio asequible: para que aventurarse a impredecibles resultados. Al salir del trabajo me dirijo a casa en metro, espero en el andén en el sitio exacto que va a coincidir la puerta del vagón: como es la primera parada soy de los primeros en entrar y siempre ocupo el mismo asiento, justo en un extremo, así limito el contacto humano a un solo lado. Durante el trayecto en el metro juego al Sodoku, y lo hago de forma tan concentrada, que sólo un sexto sentido, desarrollado por el hábito, me alerta que he llegado a la estación donde me apeo: no me he dado cuenta ni de las paradas de metro por las que hemos pasado - incluso dudaría si alguien me preguntara si este metro para en una estación determinada- , ni de la gente que ha entrado o salido: no he visto sus caras ni si alguien parecía triste o alegre, ni adivinado los posibles motivos de sus emociones, ni me he alegrado por su sonrisa o entristecido por su dolor: muertos vivientes incapaces de dar pavor. Al salir de la estación voy a tomarme un refresco al bar de siempre: me siento en el mismo taburete cada día, y el camarero, sin preguntarme nada, me trae mi coca cola light y mis patatas - ya no se si siempre tomo lo mismo porque me gusta, porque me lo trae el camarero o porque no quiero incomodarlo con una petición extraña -. Finalmente, al llegar a casa, vuelvo a pasear a la perra por el mismo recorrido que por la mañana - la pobre siempre orina sobre sus propios orines, marcándose a sí misma el territorio - , le pregunto a mi hijo, de forma automática, si ha hecho los deberes, a lo que él siempre, y también de forma automática, me responde afirmativamente. Concluida la jornada, y antes de acostarme, ceno con la familia, mientras veo las noticias en la misma cadena de siempre.