domingo, 31 de enero de 2010


Voy a realizar un pequeño ejercicio de observación de aquellos actos cotidianos a los que no presto habitualmente atención:

Me despierto siempre a la misma hora - ha arraigado tanto en mí este hábito que la mayoría de las veces lo hago antes de que suene el despertador, lo cual es absolutamente lamentable -. Tras levantarme de la cama me dirijo al baño donde hago mis necesidades, me ducho, me lavo los dientes, me afeito y me rocío de colonia, masaje y desodorante, siempre, invariablemente, en esta estricta secuencia. Finalizada la rutina del aseo voy a la cocina, me preparo un café, de la marca que siempre he comprado, - no es que me guste más o menos que las otras, es que como ésta ya me gusta para que cambiar- y mientras se prepara el café, me visto, combinando las limitadas piezas de ropa que poseo, siempre observando la misma pauta: primero los calzoncillos, en segundo lugar los calcetines, después la camisa, a continuación los pantalones y al final los zapatos. Después voy a la cocina, donde la cafetera está empezando a hervir y apago el fuego, coloco una taza de la misma leche desnatada de siempre en el microondas y cuando la campanilla me avisa que está caliente, a la temperatura que adquiere durante 45 segundos exactos, que no se cual es, ni nunca me ha importado, le añado el café y me lo tomo sin miedo a quemarme, confiando plenamente en la sabiduría del microondas. Veo las noticias, siempre en el mismo canal, del que ya conozco los presentadores, su estilo, sus caras: sería un fastidio que me los cambiaran. Cuando me termino el café saco a pasear a la perrita, le pongo el arnés con la cadena en el rellano de la escalera mientras espero el ascensor; una vez en la calle sigo invariablemente el mismo recorrido: calles que se han convertido en el único universo conocido de mi perra - supongo que debe pensar, a su modo perruno, que la tierra es plana y pequeña y que más allá de las calles que delimitan su recorrido, los perros u otros animales osados deben caer al abismo -. Una vez paseado el perro, me dirijo caminando a la oficina, aprovechando el recorrido, de unos 4 kilómetros, para hacer ejercicio: paso por las mismas calles cada día, en un recorrido conocido, que optimiza el tiempo - aunque también escogido, hace años ya, por ser un poco más bello que los recorridos alternativos: aquella fachada modernista, aquel café de aromas viejos o aquella iglesia con sus torres góticas, que ahora ya no me emocionan, pues ya no las miro -. Avanzo con la mirada perdida, pensando ya en el trabajo que me espera ese día, sin percatarme de nada de lo que me rodea, personas sin rostro, edificios sin vida - sólo de vez en cuando un hecho aislado me incita: la silueta amenazante de un hombre parado en un portal en sombra, la bicicleta que en el último instante me esquiva, o aquella bocina de coche que pienso que se me va a echar encima y me doy cuenta, un poco avergonzado que no es a mí a quien pita -. Cuando llego al trabajo, antes de subir a la oficina, compro el mismo periódico en el quiosco de siempre, e intercambio las mismas palabras cada día con el quiosquero - hoy hace frío, o calor, o menuda lluvia esta cayendo-; luego me dirijo a la cafetería donde ya conocen mis gustos: al entrar, desde la puerta, levanto el índice y el dedo medio, haciendo la señal de la victoria y el camarero ya sabe que quiero: mi café doble con leche desnatada. A las ocho y media en punto entro en la oficina, coloco mi abrigo y mi boina en el mismo brazo del mismo perchero, me siento en mi butaca y conecto el ordenador y, mientras se conecta, voy al aseo. Han pasado dos horas desde que me he despertado y todavía no he utilizado el cerebro. Al salir a comer voy siempre al mismo restaurante, cómodo por su cercanía, con comida aceptable a un precio asequible: para que aventurarse a impredecibles resultados. Al salir del trabajo me dirijo a casa en metro, espero en el andén en el sitio exacto que va a coincidir la puerta del vagón: como es la primera parada soy de los primeros en entrar y siempre ocupo el mismo asiento, justo en un extremo, así limito el contacto humano a un solo lado. Durante el trayecto en el metro juego al Sodoku, y lo hago de forma tan concentrada, que sólo un sexto sentido, desarrollado por el hábito, me alerta que he llegado a la estación donde me apeo: no me he dado cuenta ni de las paradas de metro por las que hemos pasado - incluso dudaría si alguien me preguntara si este metro para en una estación determinada- , ni de la gente que ha entrado o salido: no he visto sus caras ni si alguien parecía triste o alegre, ni adivinado los posibles motivos de sus emociones, ni me he alegrado por su sonrisa o entristecido por su dolor: muertos vivientes incapaces de dar pavor. Al salir de la estación voy a tomarme un refresco al bar de siempre: me siento en el mismo taburete cada día, y el camarero, sin preguntarme nada, me trae mi coca cola light y mis patatas - ya no se si siempre tomo lo mismo porque me gusta, porque me lo trae el camarero o porque no quiero incomodarlo con una petición extraña -. Finalmente, al llegar a casa, vuelvo a pasear a la perra por el mismo recorrido que por la mañana - la pobre siempre orina sobre sus propios orines, marcándose a sí misma el territorio - , le pregunto a mi hijo, de forma automática, si ha hecho los deberes, a lo que él siempre, y también de forma automática, me responde afirmativamente. Concluida la jornada, y antes de acostarme, ceno con la familia, mientras veo las noticias en la misma cadena de siempre.

5 comentarios:

  1. Sin duda eres un ser de costumbres muy arraigadas, creo que casi todos los somos en mayor o menor medida, pero de vez en cuando ¿porque no cambiar el recorrido, o la marca del café, o pararse a charlar con el compañero-a de metro? quién sabe lo que podria venir después, tal vez llegar mas tarde a casa y parar a tomar algo con amigo-as nuevo-as. Es solo una idea claro.
    Gracias por pasar a visitarme y disculpa el rollo.
    Besinos.

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  2. Esta sería la propuesta frente a la situación descrita que he querido incitar. Gracias por tu comentario Fabia

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  3. ¡Hola Xavier!
    ¡La fuerza de la costumbre...!

    Saludos de J.M. Ojeda

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  4. Hola xavier!!

    No podria decirte las sensaciones sentidas al leer tu relato, somos tan diferentes...

    Yo no tengo horas, si obligaciones claro, me encanta cambiar la ruta y descubrir cosas nuevas.

    Permiteme una pregunta, si te molesta ni me contestes jajaja.

    ¿Eres feliz asi?

    Porque en realidad es lo unico que importa de todo esto.

    Perdona mi osadia.

    Besitosssssssss

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  5. Hola Mar
    ¿Acaso crees que he expuesto los motivos de mi felicidad?
    La rutina va envolviéndote insidiosamente hasta que llega un momento, inesperado, que te miras y ves la cara de la bestia. Entonces, sólo entonces, puedes reaccionar.
    Gracias por ser la agradable compañera de mi consciencia.
    Felicidades por ser como eres
    Un abrazo muy fuerte

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