viernes, 2 de abril de 2010

Esperanza



La tierra crujía bajo mis pies descalzos, andaba por una inmensa llanura, parda, reseca, sin fin. El sol inundaba el espacio de una luz hiriente calentando el aire que respiraba; se encontraba en su cenit impidiéndome cualquier posibilidad de orientación. No existía ningún signo de vida a mi alrededor, ni una brizna de hierba, ni un sólo insecto arrastrándose por la seca tierra o zumbando en el aire ardiente, ni un animal, ni mucho menos un ser humano. Ya no recordaba al tiempo que llevaba andando en la más absoluta soledad, ni cómo ni porqué estaba ahí, ni de donde venía ni a donde me dirigía. Era consciente de haber tenido un pasado, de haber vivido experiencias, pero no era capaz de darles un sentido, un significado; no me decían nada, como si en algún momento alguien me las hubiera contado, aburriéndome con sus historias insulsas de charlatán de taberna, vivencias alejadas de mí, que no me pertenecían. Me sentía como un náufrago sin mar, sin pasado real, sin destino, sin esperanza.
Iba andando por no parar, como podía estar parado por no andar, cuando al alzar la vista de mis pies en movimiento y de la tierra resquebrajada que se desmenuzaba a mi paso, atisbé una pequeña mancha en el horizonte. Parpadeé y allí continuaba. Una alteración leve de la monotonía que me dejó momentáneamente perplejo. Parece ser que mi seco cerebro consiguió enviar un débil mensaje ya que observé, no sin cierta sorpresa, que la dirección de mis pasos sufrió una pequeña modificación y enfocaron su caminar automático hacia la perturbación atisbada. Poco a poco me iba acercando y la visión, inicialmente informe, fue tomando consistencia, fue definiéndose y adquiriendo significado: parecía un árbol. Mientras iba acercándome iba manifestándose con mayor detalle: era una árbol viejo, retorcido, seco. Su tronco estaba recorrido por profunda grietas, protuberancias nudosas de viejas pretensiones, escuálidas ramas sin vida como dedos artríticos de viejas brujas imaginarias. Cuando al fin llegué me quedé parado frente a él, alcé la mano y la acerqué a su tronco con la intención de tocarlo, confirmar su realidad, pero una especie de temor o reserva me lo impedía. Vacilando volví a apartar mi mano y, despacio, me senté sin dejar de observarlo. Estaba en pie, pero muerto, me pareció un alma gemela en medio del desierto y me eché a sus pies, para descansar, para unirme a él y compartir nuestra desolación. Creo que me dormí a su lado, no se cuanto tiempo permanecí en un sueño vacío, estéril, pero al abrir los ojos tuve un estremecimiento, un cambio en el entorno, una modificación en el monótono marrón terrestre y azul del cielo había irrumpido, insolentemente. Un pequeño, minúsculo, brote verde apareció, como salido de la nada, en medio del viejo tronco. Una ramita, débil, delicada, temblorosa, pero viva...¡Viva!

2 comentarios:

  1. Qué buen relato,me sugiere muchas cosas, por ejemplo que la unión de dos seres es productiva incluso en el entorno más desolador.
    Me ha gustado mucho.
    Besinos.

    ResponderEliminar